Coma para ganar


Dice la Porota:
Me detengo y me fijo en las publicidades de los productos light. Noto que las mujeres bailan. En medio de la ciudad ellas se meten la cuchara en la boca, cierran los ojos, sonríen y mueven su cuerpo al son. Al verde son de las bajas calorías. Según lo que entiendo, entonces, hacer dieta puede ser fácil, puede ser placentero, puede ser cotidiano. Pero hay más, porque en este embrollo incierto, lo light necesariamente está ligado a lo saludable.
Es extraño:
Quiero sernaturalsentirmeplenahidratarmedesintoxicarmenergizarmexfoliarme.
Pero en lugar de comer una manzana, recurro a la mediación de la mediación de la mediación: una mezcla viscosa e insípida, un cóctel de dudosos productos de laboratorio contenidos en un envase plástico, en cuya presentación última lo que veo es la imagen de esa manzana, pero más luminosa, más tentadora en su locus amoenus, más portadora de maravillas. Ser. La duda de Hamlet convertida en un postre light, en una industria incesante que liga la silueta de la mujer con su esencia misma. Una poderosa maquinaria que afirma su frescura mientras embucha, cucharada tras cucharada, lo artificial, lo simulado, llevado a su máxima expresión.

Dice la Tota:


Tengo la boca llena de hambre. Sin embargo mi cuerpo está demasiado pesado para seguir engullendo. He aumentado varios kilos en los últimos días. No soporto lo nítido de la existencia: mis rollos se confunden con el sillón donde estoy encajada. La señora que me ayudaba se fue hace miles de postres. Ahora pido todo por teléfono. Creo que soy el primer caso, en esta ciudad de esqueletos vengativos, que se ha fijado un objetivo tan grasiento. Quiero estallar. Mi cuerpo es mi discurso. Espero que alguien me entienda.

Fernanda García Lao, Muerta de hambre, Buenos Aires, El Cuenco de Plata, 2005.



Nos afanamos en alcanzar metas, esa es la metáfora espacial que más nos han enseñado. Es curioso como incluso se han generado lugares archi-comunes alredor de esto devenidos en libros, películas, cursos…. Tautológicamente repiten que si uno quiere mucho algo solo tiene que quererlo mucho más, poner todo su esfuerzo para conseguirlo.
Una vez entró a la oficina en la que trabajo un señor cuasi ciego, con olor a café y con una dentadura cetrina, impresentable. Cordial y complaciente para con todo, tanto que parecía que todo le resultaba lo mismo (decir lo mismo, a todos lo mismo) –porque en realidad se trata de eso: de que les chupa todo un huevo–, era supuestamente un asesor de algo así como “procesos” o “comunicaciones” o creo que se dijo en un momento esa típica estúpida palabra que viene de la mano con la nada: “gestión”.
En fin, el fulanito se reunía con los diferentes integrantes del staff, escuchaba lo que este decía acerca de a cuál “proceso” dedicaba su jornada laboral, en realidad, operías devenidas inevitablemente de poner en palabras lo que uno hace una y otra vez todos los días sin haber sabido nunca bien para qué. La reunión acababa entonces con la voz disoluta del sensei que sentenciaba cual dómine del Perogrullo como verdad acalladora, revelación profética, proposiciones tales como: “siempre hay que tener en cuenta de antemano qué me propongo comunicar y a quién, tengo que saber qué me propongo, mi objetivo, mi meta”. Claro, el topo suponía con esto un acto de ofrecimiento: él estaba entregando un consejo, pero esos consejos por los que se cobran.
Pensaba en esto mientras me propongo hacer dieta, tomando esto como un proceso, tomando esto como el proceso que debo hacer para alcanzar mi meta que es, al final de la gestión, bajar un par de kilos que, no sé bien por qué, no permiten que actúe en mis diferentes esferas de forma óptima. Creo que me molesta el hecho de que haya gente para la cual la comida no sea más que un acompañamiento natural de su vida y no haya representado nunca algo en qué reparar.
No acudí a ningún psicólogo, ni siquiera a los llamados curiosamente “sistémicos”, mucho menos a esos médicos de lo diet –creo que se autoproclaman “nutricionistas”–, sino que simplemente me dije lo que tenía que hacer y con fuerza performativa ese autodiscurso se convirtió en acción. Comí y bebí menos, mucho menos y bajé dos kilos en una semana.
Entiendo que alcancé mi meta pero comprendí a la vez cuán equivocados están los discursos de la obviedad de la autoayuda cuando plantean con palabras remachadas la verdad que otros quieren pero no pueden decirse a sí mismos; como si pudiera resultar, como si pudiera aquietar la ansiedad. En el devenir de la acción, en el esfuerzo hecho rutina, en el sacrificio convertido en disciplina, en la conciencia y evidencia de los hechos, cuando uno ya pierde nociones del origen del proceso y el cambio ha pasado a ser ordinario, allí, precisamente allí, uno comienza a entender.
Y así entiende uno también la frase los pingos solo se ven en la cancha, porque solo la acción es reveladora de verdad, de sentido. La clave no está en el resultado, la clave está en la satisfacción de no ser discursivos y viciosos, de poder hacer al tiempo que decir, es decir, en el placer de convertirnos, o ser por un rato al menos, seres coherentes.
Me tienta un galletita como nada, como nada nunca antes.


Dice The Great Tot:
Esbeltitud o gordez. ¿Esa es la cuestión?
La obsesión de la humanidad, específicamente del género femenino, por lucir una figura esbelta es algo relativamente moderno. Si nos remontamos a siglos anteriores podemos ver que el ideal de mujer tendía a lo rechoncho o regordete, era lo que hoy se catalogaría como “tanque”, “morsa”, “ballenato”, “bolsa de pedos” o “gorda lechona” (gracias Sr. Disi por tanta sabiduría). Como prueba de esto basta con ver los trabajos de los más renombrados artistas pictóricos de la época barroca o del renacimiento tales como… eeeehh… Miguel “el ángel”, ése del código Da Vinci o cualquier otra de las tortugas ninja.
De hecho, la esbeltez era relacionada a la enfermedad o a la carencia de buena salud. Entonces la ley pseudo-matemática sería así: el nivel de gordura es directamente proporcional al nivel de salud. Lamentablemente desde el siglo XX para acá unos cuantos hijos de puta que se autodenominan “científicos” y se apoyan en una disciplina pagana llamada “ciencia”, advirtieron al mundo que si sos gordo te cagas muriendo ya sea por el colesterol que tapona arterias, la diabetes, etc.
Retomando la primera frase de este texto, las más obsesionadas con su silueta son las mujeres. Hacen miles de dietas pedorras (de la luna, del tomate, del enema, etc) que nunca funcionan a largo plazo y terminan engordando todo lo que habían adelgazado y unos kilos más. Los hombres no tenemos ese problema ya que una linda buzarda cervecera es como la barba, viene genéticamente atribuida a las características que nos hacen hombres, es más (¡¡¡CUIDADO!!! Se viene una máxima de GREAT TOT, si sos impresionable no sigas leyendo), si sos un hombre de más de 30 años y no tenés panza, sos puto.

Escuela de mi patria

Hace una semana que comenzaron las clases. Hace una semana que comenzaron las clases en casi todas las provincias. En casi todas las provincias y no en todas porque hay gente que todavía no entiende. Hay gente que todavía cree que la educación es un negocio. Despreciamos a esa gente.

Tota, Porota y The Great Tot dan la palabra a la Señorita María del Carmen, docente de 4to. "A" de la Escuela "Sargento Cabral" quien se encargará de pronunciar el discurso pertinente de comienzo de año. Adelante.

Dice la Señorita María del Carmen:

Voy a comenzar mi discurso leyendo un fragmento del cuento de Laura Devetach “La planta de Bartolo”, del libro La torre de cubos (Buenos Aires, Colihue, 1985), curiosamente prohibido por la última dictadura militar por "excesiva fantasía".

“El buen Bartolo sembró un día un hermoso cuaderno en un macetón. Lo regó, lo puso al calor del sol, y cuando menos lo esperaba, ¡trácate!, brotó una planta tiernita con hojas de todos colores.
Pronto la plantita comenzó a dar cuadernos. Eran cuadernos hermosísimos, como esos que gustan a los chicos. De tapas duras con muchas hojas muy blancas que invitaban a hacer sumas y restas y dibujitos.
Bartolo palmoteó siete veces de contento y dijo:
—Ahora, ¡todos los chicos tendrán cuadernos!
¡Pobrecitos los chicos del pueblo! Estaban tan caros los cuadernos que las mamás, en lugar de alegrarse porque escribían mucho y los iban terminando, se enojaban y les decían:
—¡Ya terminaste otro cuaderno! ¡Con lo que valen!
Y los pobres chicos no sabían qué hacer.
Bartolo salió a la calle y haciendo bocina con sus enormes manos de tierra gritó:
—¡Chicos!, ¡tengo cuadernos, cuadernos lindos para todos! ¡El que quiera cuadernos nuevos que venga a ver mi planta de cuadernos!
Una bandada de parloteos y murmullos llenó inmediatamente la casita del buen Bartolo y todos los chicos salieron brincando con un cuaderno nuevo debajo del brazo.
Y así pasó que cada vez que acababan uno, Bartolo les daba otro y ellos escribían y aprendían con muchísimo gusto.
Pero, una piedra muy dura vino a caer en medio de la felicidad de Bartolo y los chicos. El Vendedor de Cuadernos se enojó como no sé qué.
Un día, fumando su largo cigarro, fue caminando pesadamente hasta la casa de Bartolo. Golpeó la puerta con sus manos llenas de anillos de oro: ¡Toco toc! ¡Toco toc!
—Bartolo —le dijo con falsa sonrisa atabacada—, vengo a comprarte tu planta de hacer cuadernos. Te daré por ella un tren lleno de chocolate y un millón de pelotitas de colores.
—No —dijo Bartolo mientras comía un rico pedacito de pan.
—¿No? Te daré entonces una bicicleta de oro y doscientos arbolitos de navidad.
—No.
—Un circo con seis payasos, una plaza llena de hamacas y toboganes.
—No.
—Una ciudad llena de caramelos con la luna de naranja.
—No.
—¿Qué querés entonces por tu planta de cuadernos?
—Nada. No la vendo.
—¿Por qué sos así conmigo?
—Porque los cuadernos no son para vender sino para que los chicos trabajen tranquilos”.

Bartolo tenía como nadie las cosas claras: todos los chicos tienen que tener un cuaderno, un cuaderno en el que puedan trabajar sin preocuparse, en el que escriban lo que aprendieron, en el que dibujen el día y aprendan la cursiva, en el que puedan desparramar tinta que será absorbida por un atento secante. Un cuaderno que terminará engordado en el año, manchado de meriendas, con hojas afinadas por gomas agresivas. Un cuaderno testigo, compañero, diario de viaje.
La escuela es el lugar donde la planta de Bartolo puede ser algo más que un sueño, no porque allí se repartan cuadernos lindos, sino porque es el espacio donde los chicos, como Bartolo, pueden imaginar un mundo mejor.

Feliz comienzo de clases.

El libro de las caras: divagando sobre el fenómeno facebook


Dice The Great Tot:

Otra de las modernosas modas actuales (sé que la palabra “modernosas” no existe pero es mi blog, o al menos un 33.33% de él es mío, y entonces escribo lo que quiero) que fanatiza al piberío es FACEBOOK (se pronuncia “FÉISBUC” y quiere decir “CARA-LIBRO”). ¿Pero qué corno es Facebook? Aparentemente es una de esas redes sociales que tanto se nombran en los medios. ¿Para qué sirve? Sirve para que los usuarios se conecten entre sí, vía Internet (si no tiene que ver con Internet la purretez no lo registra) y suban sus fotos y charlen y bla, bla, bla.
¿Quiénes lo usan? Gente al pedo que, por lo general, son jóvenes que no tienen otra cosa que hacer que estar todo el día en Internet o sacándose fotos. Tengo una teoría, una máxima, FACEBOOK es para minitas y para flacos menores de 25 años. Si eres parte del género masculino, tienes más de 25 años y eres usuario de Facebook… hay algo en ti que anda mal.
¿Para qué sirve realmente? Para subir miles de fotos pelotudas que retratan los más variopintos protagonistas y escenarios: vacaciones en Claromecó, auto-fotos en boliches, hijos (“mis soles”), mascotas (“mis hijos”), parejas, etc. También sirve para que esas personas que con tanto trabajo lograste borrar de tu vida, te vuelvan a encontrar y te inviten a una reunión de egresados y te muestren sus miles de fotos pelotudas.
¿Qué es realmente Facebook? Otra moda pedorra que regirá las vidas de todos los monguis internautas por los próximos… ¿años? No, ni a palos ya apareció su sucesor: TWITTER.


Dice La Porota:
Analicemos lo siguiente: cualquier persona medianamente famosa abre la puerta, camina cuatro cuadras, compra el diario, se ata el cordón del zapato, entra a un bar y se sienta. Se cruza con… mil personas, cien personas, no importa: esos individuos que lo han visto pasar registran el segundo exacto en que fueron testigos de su recorrido, y cada uno se apurará en relatar el encuentro imperceptible, el instante en el que ha podido ver a esa persona dando un paso, atándose un cordón, sentándose a una mesa, respirando. Esto implica ser alguien público: la transformación de cada segundo de cotidianeidad en una experiencia de valor para otro; la magnificación de lo banal, pasado por la fotografía curiosa y acechante de miles de ojos; la multiplicación desbocada de relatos mínimos que se derraman sin control y desde infinitos puntos de mira. Es así. Todos recordamos fielmente el instante en que vimos a un famoso haciendo la nada misma. Todavía me acuerdo de Tognetti comprando aspirinas en Farmacity. Todavía me acuerdo de Tato Bores bajando por la escalera mecánica del Alto Palermo.
A lo mejor, como contrapartida de tantos relatos insignificantes, las figuras públicas se instalan, de forma sistemática, en otro tipo de soporte. Revistas de chimentos, programas especiales, aparecen como máquinas regeneradoras del mito, como portadoras de una voz que tapa las otras vocecitas y devuelve a las estrellas a su estandarte. Para las personas públicas, facebook (cara, libro, libro de caras) ya existía, hace tiempo. Pienso en las casualidades, pienso en la revista Caras. La meticulosa puesta en escena de ciertas vidas para ser escrutada por miles de ojos anónimos. El despliegue, el recorte cuidadoso de lo que realmente importa que el otro vea, la silenciosa exposición de imágenes, a simple vista estáticas, pero que, por supuesto, mueven los labios, susurran y desparraman la brillantina del éxito, los laureles de la suficiencia.
Pienso en facebook, y en millones de anónimos desquitándose del anonimato, apurándose en elegir momentos privilegiados para armar una narración mediática de sus vidas, una historieta dibujada cuidadosamente para que otros la lean. La excusa parece estar en un supuesto compartir, pero esa exposición excede y multiplica el motivo: lo propio (que podría mostrarse al entorno de uno sin necesidad de facebook) se abandona, se arroja al vacío, a la caída vertiginosa en los ojos de quién sabe, a una puesta en abismo incontrolable.
Hace poco escuché: “Vamos a sacar fotos en la playa para subirlas a facebook”. No fue “y las subimos” sino “para subirlas”. No un gesto posterior, sino lo que le daba sentido a la experiencia. No sé, pero cada vez son más los eventos que se transforman en sesiones de fotografía. Como si la experiencia realmente cobrara valor cuando los otros pueden contemplarla. Como si la experiencia recién pudiera ser disfrutada después, con delay, proyectada en los ojos del otro que la observa desde la pantalla.
¿Vivir para facebook? ¿Vivir en facebook? ¿Sacar una foto para el recuerdo o sacarla para facebook? ¿Cuál es el límite entre vivir y posar?


Dice La Tota:
Un puñadito de turistas europeos. Pieles rosadas, pelo amarillo, enfundados todos en esa tela berreta que solo puede instalarse en el promedio idiota que cree que todavía se pueden vivir aventuras: polar e impermeable recubren los cuerpos, en general, grandes, en general, altos, todos diseñados según una anatomía que parece olvidada de las distinciones de género, de las siluetas de reloj de arena, de espaldas cuadradas y tangueras, de la líneas sutiles y disímiles.
A esta altura, yo vengo a ser Doña Disparate: tapado de pana de feria, gorro de lana en un gesto de bolche de Isidro Casanova. Me pavoneo con un bolso-valija que delata mi Página a medio leer y suspira a la vez aires de bohemia, misterio, aunque denuncia con más fuerza –sólo ante mí– la necesidad ineludible de acomodar, modificar, de una vez por todas mi look.
Engaño y me gusta, desconcierto y me entrego al juego loco de las proyecciones ajenas.
Apenitas empezado el recorrido, el sujeto local anuncia Ya pueden salir a sacar fotografías. Los neandertales del futuro huyen despavoridos, se olvidan de mí, de mi desajuste, de mi rareza, no pretenden que actúe como ellos, ni tampoco que irrumpa con una escena de novedad; sin más, deciden omitirme.
Nunca pude caber bien en estas situaciones: miro a mi alrededor buscando una brújula, esperando que alguien me diga qué tengo que hacer; contrariamente, deduzco en las actitudes de los otros lo esperable y actúo en consecuencia. Finalmente salgo del interior de la barcacita y comienzo a sacar fotos al paisaje. Es lindo sí, me dejo llevar, bien, lo disfruto; ah mirá qué linda esta para poner de fondo de pantalla; los lobos marinos, a ver, dame una actitud humanoide que te la festejo, bien, genial. Mis fotos serán las mejores. Y ahí nomás volvemos (vuelven y yo los sigo) al interior con un nuevo anuncio de la guía Vamos que hay cafecito para soportar el frío. Vuelvo a sentarme, vuelve la escena, vuelve la anomalía. Ahí nomás una rubiecita que relaciono con el inolvidable personaje de María, la novicia rebelde me pregunta Where are you from? De acá le digo ¿y vos? Ojo, la tipa educada, me responde pero se ve que justo en ese momento, casi instantáneamente, todo su interés se disipa. Responde un Suecia casi ineludible y se prepara para salir a una nueva sesión de fotos. Lo dice ya mirando hacia afuera, en un gesto automático, absolutamente desinteresado. Mis ojos de vaca en el matadero toman conciencia de la desilusión: no sirvo para estas ocasiones, no sirvo para hacer amigos, nunca podré estar en facebook sintiendo que lo vivo en todo su esplendor, coleccionando momentos, amigos y conocidos de diversos lugares, reviviendo encuentros, burlando el tiempo y el espacio. Los facebooks de ellos se transformarán en bitácoras de viaje. Subirán las fotos espectaculares de sus cámaras imposibles y se jactarán de sus porfiadas aventuras. Yo, yo ni siquiera seré una anécdota, ni un recuerdo, mucho menos una charla. No seré ni siquiera un contacto en facebook.

¿Estado civil?

Escribe la Tota
Con la única posible excusa de confirmar la hora, despliega el celular mientras comparte el asiento con otro para poner en escena, en una inclinación que confirma que la pantalla grita ser observada, que ha sido retratado con alguien más: dos rostros cuya unión es el mero marco del retrato, o la triste necesidad de tener a quién mostrar. La tenencia de una identidad ajena y la asimilación posesiva, prueba que advierte la anulación de esa malquerida, hollada como ninguna otra condición, criticada y eternamente mal usada soledad.

Protectores de pantalla, fondos de escritorio, anillos y cadenitas, rezar frases en los espacios virtuales, frases de una insuperable estupidez que llaman a ese otro, lo idolatran, lo enaltecen. Fotos de rostros con afectada calidez que pegan sus mejillas haciendo evidente la compatibilidad, no sé, ¿física? Abrazos no compartidos que solo buscan encuadrar en el registro de la cámara, poses consabidas, canciones malas, muy malas. Labios encumbrados de besos sin estética, días de los enamorados con todo su devenir, fotos y más fotos, regalos, uff pasacalles, tarjetas, llavero-portaretratos (tan horribles como la palabra que forma), dedicatorias, mensajes, correos, ¿tatuajes? ¿Cómo alguien puede…? En fin, referencias, señales, signos. El nombre del otro como un estandarte de pacificación: aquí ya hemos encontrado el amor. Huellas de un camino andado en compañía que nos es imposible guardar para nosotros mismos: debemos promocionar, vender, exponer como vidriera en una sociedad de otros miles de juntados que no hacen sino reproducir el mismo mecanismo.

Pero a veces ocurre que la soledad se vuelve atractiva… muestra su lado más llamativo, endulza con su siempre a la mano originalidad y excepción el oído cansado de lo conocido y diario y resulta, así, brillante, mirífica, cegadora. Nos da la mano mientras nos obliga con la otra a guardar todo en el cajón, apresuradamente, evitando dejar evidencias como un diseñador frente a su colección inédita antes de salir a la pasarela, como las escrituras creativas de un pasado romántico, como las canciones que componemos a escondidas, como el pijama gastado que no queremos tirar, como los celos de guardar un vestido de una mirada adelantada y una salsa esforzada de un posible e inquieto probador con pan en la mano. Algo que es preferible ocultar, algo que distorsionaría la mirada, algo que cambiaría el sentido, aquello que queremos encubrir frente a todos. Ya no pareciera enorgullecernos, se ha vuelto la mugre debajo de la cama.

Estado, condición, situación. No hay duda, mis preciados lectores, la vida es un constante abrir y cerrar telones, como directores de nuestra propia obra que debe hacer relucir una vida común y entonces logra en ese parpadeo, ese está y no está (como la angustia y consecuente sonrisa de los bebés frente al juego siniestro de esconder el rostro para simular una fugaz ausencia), la magia de sentirnos únicos. Idiotas. Como si pudiéramos serlo.


Escribe The Great Tot
Acerca su rostro todo lo posible a esa mejilla rozagante y lozana, cuenta hasta 3, esboza una sonrisa y trata de contener el inevitable e involuntario parpadeo producido por la cegadora luz. Por un instante son la pareja perfecta y feliz. Por un instante son una pareja. Él intenta conseguir el número del celular de la chica, ella elude la situación como con una gambeta maradoniana.

Ante la cortés, y hasta por momentos infantil, insistencia del muchacho, ella cede al pedido y él anota el preciado número en su celular. El horror se apodera del joven. Al guardar el número en su móvil se percata que no recuerda el nombre de la chica. Los 4 segundos más lentos de su vida transcurren en ese momento. ¿Cómo se llama? Mariana… Marianela… ¡Mariela! ¡Se llama Mariela! No, no es Mariela. ¿Quién carajo se llama Mariela hoy en día? No sabe su nombre. ¿Cuando se saludaron le dijo su nombre? No, ni a palos. ¿O sí? Preguntarle cómo se llama, luego de 20 minutos de tiroteo, alcohol y fotos, puede ser poco feliz.

Ella se aleja con sus amigas, sonriente como quien acaba de aprobar el último examen de la carrera. Él la mira embobado, con los mismos ojos que de chico scaneaban la vidriera de la juguetería la semana previa al día del niño. Es ahora o nunca. Se decide a preguntar su nombre o a morir en la ignorancia. El tiempo vuelve a detenerse, mientras nuestro joven amigo evalúa sus opciones. ¿Es tan importante el nombre? Seguro que se puede pilotear la situación hasta que el nombre salga por sí solo en algún momento. El horror lo vuelve a abordar cuando recuerda aquel legendario capítulo de Seinfeld (¿Cuál de ellos no lo es?) en el que Jerry se encontraba en la misma situación y nunca logró descubrir el nombre de la chica.

Mientras miles de posibles escenarios surcan su mente, ella se alejó sólo unos pasos. Todavía no se fue. Aún hay esperanza, se dice. ¿Sus amigos, “los pibes”, estarán en la misma situación? Después de todo, el escenario fue el mismo para todos. Sábado a la noche. 2 AM (técnicamente ya es Domingo, pero no jodan). Los pibes en la esquina tomando unos tragos, lo previo a ir “por ahí” a bolichear. De pronto aparecen ellas, cruzando la calle. Un grupo de amigas de notable actitud y belleza. El nivel de alcohol y la impunidad que siente todo hombre cuando está en grupo con sus pares posibilitan que uno de ellos se acerque a las chicas a decirles algo. La experiencia dicta que en el 99% de los casos las señoritas siguen caminando, ya sea ofendidas o halagadas, pero no interesadas. En esta oportunidad ellas pararon. Espontáneamente, casi como guionado, las parejas se fueron armando. El alcohol fluía. De pronto apareció una cámara digital y todos posaron. Otra moda juvenil que nunca entenderé. ¿Quién corno anda por la vida con una cámara encima? Luego de un rato una de ellas dijo la tan temida palabra: ¿Vamos? Las demás se despidieron e iniciaron la marcha.

Nuestro héroe, quien hasta hace minutos siempre fue un pobre perdedor, ya había agotado todas las opciones. Acelera el paso hasta transformarlo en lo que se conoce como “un pique” y alcanza a la chica. Decidido a preguntarle su nombre aunque eso signifique perder para siempre la mínima posibilidad lograda hace minutos. Un enérgico “¡Disculpá!” sale de su garganta. Sólo ella se detiene. Él se acerca y comienza a divagar mientras busca la forma de preguntar lo impreguntable. Cuando está por pronunciar las temidas palabras una de las chicas le grita: “¡Marina. Vamos que nos esperan!”. Todos los colores vuelven a la antes pálida cara del muchacho, quien se limita a decir: “Bueno… te llamo”. Ella sonríe y se aleja. Él la observa obnubilado y piensa que si ella volteara para verlo, aunque fuera por un segundo, él habrá ganado esta batalla. Pero ella nunca lo hizo y se fue alejando cada vez más, hasta que se perdió de vista.

Nuestro amigo toma su celular y, ahora que tiene el nombre, agenda el tan preciado número. Pero algo hace eco en su mente. Ella no giró para mirarlo. Lo que para cualquier persona normal pasaría inadvertido, para el ojo de este valiente guerrero, forjado en miles de humillantes derrotas, era una señal de que algo andaba mal. Asaltado por la paranoia o bendecido con un sexto sentido sobrehumano, decide llamarla en ese mismo momento. La horrible sensación se multiplica mil veces cuando un tal Raúl, que no tiene idea de quién es Marina, atiende la llamada.

Nuestro perdedor (para mí siempre lo fue, aunque muchos lo calificaron de héroe en algún momento…) había sido engañado. Devastado, regresa con sus amigos y les comenta lo sucedido. Las burlas de los pibes no se hacen esperar pero cesan abruptamente cuando todos empiezan a dudar de los números que consiguieron. Unas llamadas confirman que todos fueron engañados.

El lunes por la mañana, nuestro protagonista pone la foto que se sacó con Marina como la imagen para mostrar del Messenger y les dice a sus compañeros del trabajo que es “la mina que se está comiendo”, recibiendo elogios varios. Un groso.

“Si la vida te da limones… hacé limonada”


Escribe la Porota
"—Parece que es usted quien hace todas las preguntas—dijo ella—. Y usted, ¿está casado?
—No, Kokua, desde luego que no—replicó Keawe—, y nunca he pensado en casarme hasta este momento. Pero voy a decirte la verdad. Te he encontrado aquí junto al camino y al ver tus ojos que son como estrellas mi corazón se ha ido tras de ti tan veloz como un pájaro. De manera que si ahora no quieres saber nada de mí, dilo, y me iré a mi casa; pero si no te parezco peor que cualquier otro joven, dilo también, y me desviaré para pasar la noche en casa de tu padre y mañana hablaré con él".
Robert Louis Stevenson. El diablo de la botella.

“Yo con vos me caso, mamita”- grita un pibe por la calle, un Keawe de nuestro siglo. En ese piropo tan repetido, leo, hoy, las mismas cosas que en un texto de Stevenson del 1800.

Como se ocupa muy bien de aclarar, Keawe no ha venido por la vida pensado en su estado civil; porta la libertad que le otorga su género, la de pensar en otro universo de cosas, un universo independiente de lo sentimental. Sin embargo, de repente, dobla la esquina y se deslumbra, y elige con el dedo a una mujer desconocida, idealizada e irreal. La señala y supone que el hecho de pedir su mano es, en sí mismo, un acontecimiento, un cierre, el final feliz de algo que, ni siquiera, ha comenzado. Nuestra cultura se atiborra de relatos en donde la felicidad se materializa en el momento en que una boda se celebra, y a partir de ahí ya no parece haber nada más que contar.

No es atractivo estar casado. Es atractivo casarse. Un casamiento parece ser siempre un momento fugaz que sólo puede ser pensado a futuro: “me voy a casar” “nos vamos a casar” “se casará fulano”. A lo sumo, una vez realizado, será sólo noticia para rezagados: “¿te enteraste de que se casó tal?”, “no sabés, me contaron que se casó X”. Lo que parece importar es el evento puntual. Eso es lo que llama la atención: el aparente festejo de algo a futuro, que se diluye en el momento en que se consuma. La novia sólo se casa una noche y su vestido se guarda para siempre en las profundidades de un baúl. Minutos después, las mujeres casadas son las que dejan de existir, son las que compran jabón en polvo y dan yogures a sus hijitos con caras bobas y mansas.

A pasos de cambiar mi propio estado civil, no deja de sorprenderme la cantidad de veces que me preguntan acerca de la propuesta matrimonial: cómo fue, en qué contexto, si fui tomada por sorpresa (¡!). En cada uno de quienes indagan, parece permanecer la idea de un hombre que decide y otorga felicidad a una elegida, un hombre que, de un momento a otro, toma la decisión improvisada y arbitraria de dar el gran paso, el del final feliz. Como si un matrimonio no fuera un proyecto de vida en pareja que se construye –antes y después- sino la materialización de una pregunta que pudo no haber sido hecha jamás. Por su lado, la mujer, parece ser sólo una Penélope ansiosa, agazapada, que permanece a la espera de esa pregunta que, para su género, es signo de la mayor realización a la que se puede aspirar. A partir del instante en que la oye, la mujer comenzará a confeccionar el vestido blanco que ha soñado y diseñado desde la cuna, a medirse el talle y a buscar telas bordadas. Keawe, por supuesto, alquilará a último momento cualquier traje; luego alguien le hará el favor de llevárselo a la tintorería y pasar a devolverlo; en su universo masculino, urge volver a pensar en otras cosas importantes.

Criando una generación de sordos: el boom televisivo de Operación Triunfo

Escribe la Porota
Hay una frase odiosa que se instaló en nuestro vocabulario mediático hace algunos años, que se dice a lo pavo y se aplica absolutamente a cualquier cosa: "cumplir un sueño". Los jóvenes cantantes sin carisma, que son disfrazados frente a las cámaras y se dejan aleccionar por un jurado mediocre, afirman una y otra vez lo mismo, repiten hasta el cansancio, reproducen sin reflexión lo que han oído decir por otros irreflexivamente: que ellos están allí para cumplir su sueño.

La vergüenza ajena es un sentimiento incómodo, y yo no puedo dejar de sentirme incómoda ante estos ejemplares que impostan la voz y cantan lo que se les ordena, que salen al escenario vestidos con ropas ridículas que no eligen, que tienen a su familia en batón lloriqueando en la tribuna, que compiten entre sí en una batalla inverosímil de mensajes de texto. Lo que no me queda claro es si estos monos de circo son conscientes de su rol, o si son todavía más absurdos y suponen que este camino es válido como forma de acceder a la fama, si especulan con que, a partir de ahí, van a poder comenzar a construir otra cosa.

¿Se puede volver de un reality?, ¿se puede reescribir alguna línea sobre un origen marcado por el patetismo? Como todas las cosas, la historia de una persona es una narración, un relato que se va construyendo. El origen de un músico es un tesoro que sus seguidores investigan y desentrañan, que arman a partir de fragmenos siempre marcados por el brillo. Parte de la historia de un músico muestra la forma en que fue arrastrado a la fama, sin buscarlo, como una máquina en funcionamiento que alguien empujó para que otros pudieran ver lo que hacía.

La historia de esta gente expuesta a los realities queda para siempre privada de encanto. Delante de millones de ojos, se encargan de deshacer su origen en el momento mismo en que pueden nacer. A lo mejor para estos jóvenes, una vez ganado el concurso, volver del ridículo se convierte en un nuevo sueño que cumplir.


Escribe la Tota
Salir de la ducha, poner música a un volumen bien alto y simular. Debe de ser el único juego al que uno nunca deja de jugar. ¿Por qué nos da placer cantar?: María Elena Walsh, Madonna, Las Viuda e hijas de Roque Enroll, Xuxa, Los doors, Los redonditos de ricota. Activar la música, encerrarse para que nadie vea y simular que miles de personas escuchan la performance. Ha sido mi juego favorito y el que no he abandonado jamás.

Incluso he llegado a creer que los karaokes es la forma en la que los adultos legalizan sus aún intactas ganas de jugar.

Los reality shows alrededor del canto hacen evidente este hecho. Operación triunfo en particular hace posible el triunfo del juego, de la imitación, de la consagración gloriosa, del griterío dedicado al desodorante con forma alargada, al cepillo cabezón o a la escoba hacedora de Axelroses y de Steventylers... ¿O no? ¿O me lo van a negar, acaso? ¿No fuimos alguna vez sorprendidos en la situación de estar cantando solos? Pero no como en la ducha, no. Me refiero a aquellos momentos en los que jugamos a ser famosos. Es más que cantar: es hacerlo para otros, creyéndonos exitosos, populares, protagonistas de escenarios.

Cantar sin duda no está lejos de jugar, es de hecho el divertimento oculto y tardío de los adultos. Quizá por eso es interesante lo que Walter Benjamin dice al respecto del mundo de los juguetes. Precisamente, que éste no queda determinado por las inclinaciones, gustos o preferencias de los niños, sino por motivaciones propias de los adultos, por obsesiones tranformadas en elementitos pueriles para los futuros mayores.

¿Para qué serían estos concursos si no? ¿Alguien cree todavía que están destinados a formar cantantes? Sólo se trata de creer, hacer como si, simular, pretender, sin más, el principio básico de todo juego.

Sólo algún que otro fulano perdido por allí tuvo realmente éxito. Los demás solo ganaron el aprecio de centenares de sujetos comunes y no porque cantaran bien, sino porque abrían sus bocas dejando expuesta su lengua relajada aunque vibrante, sus pelos planchados y berretas, sus ojos cerrados con fuerza denotando una falsa abstracción, pero era cierto: alguien común, un alma vulgar como cualquier otra estaba en la tele haciendo eso que todos hacemos a escondidas. Alguien podía jugar en serio, juegar en un contexto "real". Como un privilegio, como esa misma suerte con la que corrían algunos chicos que en vez de imaginar una casita para la muñeca, la tenían, que en vez de mover sus autitos manualmente, los ubicaban en una pista eléctrica, que en vez de jugar con pantaloncitos de gimnasia escolar y remera azarosa, salían a la cancha con camisetas y shores homogéneos y nada de zapatillas: verdaderos botines.

Es eso, nada más: no jóvenes con talento, genios descubiertos o promesas de la música. No, son meramente parte de un juego con ventaja, son dueños de pelotas, simples suertudos hijos de padres generosos que como máximo serán niños felices unos meses, podrán cantar ante reales miles para luego, más o menos tarde, eventualmente, volver a la normalidad.


Escribe The Great Tot
¿Qué diría Frank Sinatra si viera OT 2009? Bueno, para eso primero tendría que estar vivo, tener la brillante idea de venir a este país bananero, tener ganas de ver televisión abierta un domingo a la noche, poner Telefe y lograr lo imposible: soportar a Marley, resistiendo los naturales impulsos de arrojar el control remoto contra la pantalla a los 2 segundos de iniciado el programa. Suponiendo que este escenario fuera posible, qué diría "la voz". Seguramente se pegaría un tiro en los genitales.

La mera noción de un programa dedicado a "elegir" al mejor cantante argentino es una utopía desde el vamos. En primer lugar porque en este país siempre surgen grandes músicos y grandes bandas pero nunca abundaron los grandes cantantes, si es que hubo alguno. En segundo lugar, los participantes del programa no son talentosos sino "vendibles". En el casting general sólo se aprueba a pendejos (nadie superior a 30 años), en lo posible agradables a la vista (no hay gordas, ni pelados, y si bien las minas son casi todas bagallos y los flacos no son la gran cosa, seamos honestos y admitamos que cuando encaramos en un boliche apuntamos la mira a esa altura o más bajo aún), y todos tienen como role-model a estrellitas pop pedorras como Britney Spears, Jonas Brothers, Ricky Martin o Shakira (nunca pasa nadie que se indentifique con otro estilo musical). En este "concurso" sería imposible que quedara seleccionada una participante vieja, gorda y fea como Susan Boyle (sí, ya sé, yo también tengo el escroto marchito con tanta Susan Boyle en los medios, pero hay que admitir que es impresionante el talento de esa mujer). Pero claro, esto es OT 2009 y no AMERICAN IDOL o BRITAINS GOT TALENT.

Pero vayamos a lo que nos atañe, el talento de los participantes. Son pendejos, sí. Son vendibles, tal vez. Quieren cantar música pop de cuarta, sí. ¿Lo hacen bien? NI A PALOS. Estos hijos de puta no tienen la menor idea de lo que es entonar. No pueden cantar ni el feliz cumpleaños. Hasta Iliana Calabró les puede dar clases de canto (y... con esos cantos hermosos que tiene...).

Al margen de todas las cuestiones mencionadas, a estos mozalbetes cada tanto los hacen incursionar en otros géneros para satisfacer todos los gustos (salvo el mío que implicaría un suicidio masivo televisado en vivo). De esta forma nos vemos obligados a escuchar (aunque sea de pasada en la tanda comercial) una multitud de horrendos covers de Charly García, el flaco Spinetta, Patricia Sosa, Maná, el Chaqueño Palavecino, etc, etc, etc. Esto da la posibilidad de no prejuzgar a los participantes ya que quizás no sean tan buenos cantando pop y se adapten mejor a otros estilos. ¿Sucede esto? NI EN PEDO. Son horribles en todos los géneros, estilos y matices.

Para empeorar aún más las cosas, este programa vende la idea de "Academia de Canto", por lo tanto, hay todo un equipo de "especialistas", que apuntala a estos pelot... jóvenes por el camino de la correcta dicción, la entonación, modulación y proyección de la voz. Hasta les dan clases de inglés (sí, los muy caraduras ladran también en idioma anglosajón). Demás está decir que estos catedráticos (que obtuvieron su status de expertos en música en... eeehhh...) no sólo son mudos sino también sordos, ya que estos perros ladran cada vez peor y los profesores, no sé cómo o por cuanto ($), se la pasan elogiando la evolución del alumnado. Para colmo de males, tuvieron la brillante idea de "granhermanizar" (acabo de inventar un verbo) este concurso, o sea, los nabos estos viven encerrados en una casa las 24 horas, practicando todo el día con los coaches y salen para "cantar" en el programa del domingo. En la gala el jurado de notables (Badía y otros vejestorios lamentables) decide quiénes quedan nominados dado su desempeño. La audiencia llama a un número o manda un SMS a otro y vota quién se va y se queda por la módica suma de X pesos (encima ganan plata con esta mierda).

Pero no todos son palos. Hay un participante masculino, que se parece a Martina Navratilova y que canta escalofriantemente igual a "la Sole". El traba éste, no sé cómo se llama, siempre que puede mete un tema de folclore para aprovechar la similitud de su voz con la del "Tifón de Arequito" y así zafar de la eliminación. Lamentable y bizarro. Digno de un salón de burlesque parisino.

No vo a tocar el tema MARLEY ya que esto es un blog y no tengo ganas de escribir (y ustedes tampoco tendrán ganas de leer) un texto kilométrico. Lo único que voy a a mencionar, y esto denota la calidad del programa en cuestión, es que la labor de Marley si bien es desastrosa como siempre, pasa casi inadvertida.

Lo más triste de todo es que la audiencia acompaña a esta porquería, "Operación Triunfo 2009" le gana cómodamente a "Fútbol de Primera" en rating. Hay cientos y quizás miles de fans de cada participante que se agolpan en la puerta del canal y que gastan fortunas votando a su preferido.

Mi pregunta es: ¿La gente es boluda, sorda o masoquista? La respuesta, dura pero justa, es: SÍ.

¿La dicha es mucha en la ducha?: Reflexiones acerca de las publicidades de los geles de ducha de Axe

Escribe The Great Tot
Un tema preocupante y recurrente que atañe a las participantes de este blog (nótese que utilicé el artículo “las”) es la concepción machista imperante en la sociedad post-modernista contemporánea. Si bien los movimientos feministas tuvieron sus pequeños logros (acceso al voto, a cargos políticos y a empleos de gran jerarquía) todos sabemos que la igualdad entre sexos es una utopía y que la “liberación de la mujer” es sólo comparable con pasear al perro sin la correa.

Una muestra de esta situación, y quizá su mejor ejemplo, sean las campañas publicitarias de AXE. Para quienes vivan en la Antártida y no tengan acceso a medios de comunicación masiva y por lo tanto no sepan qué corno es AXE, no les pienso explicar nada ya que tampoco van a leer este blog. En su última campaña, AXE con su producto GEL DE DUCHA realizó un sorteo para sus consumidores con un premio muy especial: los ganadores serían bañados por varias señoritas pulposas y, obviamente, ligeras de ropa. La peor pesadilla de un gay puede ser el sueño más hermoso que los heterosexuales tengamos jamás (sí, me incluyo).

Entonces surge la pregunta. ¿Cuál es el problema con esto? ¿La objetivación de la mujer como un mero juguete sexual? ¿La higiene masculina? No, nada de malo hay en todo eso. No estoy en descuerdo con la forma en la que AXE “vende” sus productos. Es sabido que uno de los ganchos principales en la publicidad es el sexo. ¿Está bien usarlo para vender desodorante masculino? Obvio. ¿Funciona? Veamos un ejemplo. Un amigo mío llamado… Toto… está mirando televisión y ve el comercial de AXE con el flaco que se gana 20 minas bestiales en 2 minutos sólo por rociarse con el desodorante o por bañarse con el famoso gel. ¿En ese momento él piensa en comprar el producto? No. Su pensamiento más probable es: ¡Qué buena está la rubia! O ¡Qué buena está la morocha! O ¡Qué buena está la pelirroja! O ¡Qué buena está la japonesa! Segundos después… Toto… ve el comercial de otro desodorante masculino como ser REXONA. En esta pieza (se le llama así a cada parte de una campaña publicitaria, quién lo diría Great Tot se acuerda algo de la UBA) se ve cómo Messi, Agüero, Ronaldinho, Henry y otras mil posibles estrellas de fútbol toman una pelota y hacen malabares y piruetas imposibles para los meros mortales, incluso saltan camiones, se trepan a balcones y hasta saltan de un edificio… sin soltar el esférico. Esta pieza costó muuuuchos millones de dólares más que la de AXE. ¿Cumplió con su cometido? Aparentemente, sí. Cuando Toto la ve piensa: ¡Qué hijos de puta! ¿Cómo hacen? ¡Tengo que comprar REXONA! Lo cierto es que al ir a la góndola a elegir desodorante Toto compra siempre AXE.

La realidad es que al elegir un desodorante, inconscientemente no queremos ser los mejores futbolistas del mundo, queremos ganarnos 20 minas en 2 minutos. Aquí está mi crítica a las campañas de AXE. No las odio porque sean machistas, frívolas o burdas. De hecho me encantan. Las odio porque ES PUBLICIDAD FRAUDULENTA. No hay desodorante en el mundo que haga que yo me gane 20 minas en 2 minutos.

Escribe la Tota
Uno sube a un taxi y pareciera que las leyes que allí, en ese espacio extraño que no es locativo, que es nómade y extremadamente pequeño pero tiene luz, música, asientos y otras comodidades variables, allí las leyes son distintas. Un ejemplo de esto es las disposiciones de la música o radio o lo que se escucha. Desde la intrascendencia de un partido de fútbol de sábado hasta programas “informativos” de la mañana, hasta la inconfundible seguidilla de canciones mediocres en español: es fija, uno se sienta sobre la tela roída y es blanco (u oído) de las más disímiles transmisiones.

Agarrate, esta vez, como tantas otras, Radio 10. El tipo sin pudor de estar dedicando su noche a este humanoide virulento, tenía el volumen al palo, pero al palo, como si el Baby Etchecopar no fuera lo bastante viscoso ya… el aire se llenaba de su voz y mi corazón, de estupor.

Baby hablaba de los machos, según él de uno solo al que todos los demás se podían reducir: el macho alfa. Vendría a ser una especie de macho entre los simples hombres, una especie rara de la que no suele haber dos ejemplares en el mismo barrio. Para acertar mejor su pobrísima definición, Baby daba ejemplos: saltaban al aire los nombres obvios, inevitables que con un casi pronunciado soplido yo anticipaba y acertaba cada vez: primero fue Sandro, luego Cacho Castaña y más tarde Sean Connery para cerrar con el colmo de lo ya dicho y de la falta de sorpresa, Carlos Menem.

Me preguntaba no si lo que decía Baby era cierto sino qué rasgos de similitud existen entre la misoginia, el machismo y la propia reducción del hombre a un objeto. He aquí la comparación con el tema en cuestión.

Cuando un hombre entra a una sala y todas las mujeres del lugar lo miran (condición explicitada por Baby para distinguir a un macho alfa), o cuando un muchachito cualquiera entra en un piletón improvisado en plena vía pública para ser refregado con un producto que supuestamente rescata la especificidad varonil del homogéneo mundo de los jabones de tocador femeninos, en ese momento surge la burla a los señores, a los dones de barrio, a los maestros que arreglan el auto los sábados por la tarde con jeans de tiro bajo y en cueros, a la espera siempre atenta de indicar un dirección a algún visitante perdido. Así se pierde la magia natural y espontánea que el sexo fuerte pudo proponer alguna vez y surge el escarnio a los argonautas, los poderosos, los viriles, los que mandan, los genios, los victoriosos, los guerreros, los mortales, los hombres.

Qué exquisita conclusión, mis amigas, caemos a cuenta de que no somos las únicas convertidas en objetitos sexuales: los caballeros han resultado ser los pequeños ponys de niñas obcecadas en crecer, que bañan y refriegan los cuerpecitos y melenas entre sus manos como si solo se tratara de eso. Reducidos a muñequitos, juguetes, plastilina, los higienizados sonríen a sus colegas balconeros que motivados fotografían el momento en que han dejado de ser poderosos, la coyuntura en la historia en la que ellos también son carne de cañón, son pan y circo.

Mi cerebro quedaba hamacándose entre los dos estereotipos de la masculinidad viciada. Por un lado, Baby abría el telón y en un bar con nombre de ciudad, cenicero de aluminio y televisión por cable aparecía el paradigma del mirador oficial de jovencitas: no más que un rejunte entre un atrincherado trovador en desuso, un borrachín con tieso bisoñé y un toque infaltable de rasgos simiescos y ausencia dolorosa de pudor y moral.

En la otra pantalla aparecía un rostro trillado, con barba candado, pululando de camisa barata y brillosa al sol por las callecitas del centro, con coca en la mano mirando a las minas pasar con esa mirada indeseable, indeseable no por lasciva ni vedada, sino por liviana, enclenque y achacosa, remitiendo a un libidinoso que no llega a ser, a un verdadero come mocos. Es el anodino, el soso; es el medio, el regular, el ni muy muy, ni tan tan. Es el que no genera expectativas ni desilusiona. Es lo básico, la conformidad, la nada misma. El oficinista multiplicado por mil.

Esta cultura que parece ser una gorda transvertida y asexual se resiste a golpear un solo lado de la humanidad. Todo es lo mismo, qué cosa… tanto Baby y su ronroneo básico como la versión funesta y decadente de los baños públicos medievales señalan un mismo fenómeno: el hombre y la mujer han sido condenados a una representación maliciosa, medidos con la vara más absurda, estetizados por los criterios más disformes.

La chispa salta ahí –la denuncia, bah–: ¿desde cuándo nos hemos creído que Cacho Castaña es verdaderamente un seductor? (admitámoslo, sin la peluquería y la televisión, Cacho no sería más que un sujeto acompañado de bolso deportivo y sin marca que estaciona de vez en vez en algún “De parado” puesto de Constitución para exigir acostumbrado y canchero su natural vasito de tinto). Y allá lo mismo, ¿se supone que el baño prometido por la empresa Axe refleja la fantasías de los hombres reales? Señores lectores, sean honestos, ¿un flemático goma bañado por zombies de colágeno es el sueño lujurioso que tenían en mente? Vamos, eso no es erotismo, por favor. Eso es tan solo el sueño americano más vulgar, es la fantasía de un purrete de 14, es la representación que tiene la madre de los sueños de su hijo adolescente, es sin más la careta frívola de las verdaderas fantasías, esas que nadie televisaría y nunca podrían vender ningún producto ni mucho menos ser objeto de monólogos del reventado paradigma cultural de Radio 10, violentas se alzarían ante tanta mentira banal, incluso correcta, permitida, naif.

Macho alfa y macho axe son la muestra de un mundo que ha sido vilipendiado hasta el manoseo y ya no puede fantasear, un verdadero universo austero de erotismo. Recordemos juntos las sensaciones que provocaba ver un doblete de Hiperhumor y El show de Benny Hill; eso era chancho, eso era real, eso eran hombres y mujeres… esas sensaciones raras de pequeños y anheladas de adultos que nos ratifican nuestras bajezas más profundas. Los hombres y las mujeres somos criaturas que podemos explorar fantasías mucho más sórdidas sin caer en el lugar común porque entendemos que un flacucho sea bañado por dos símiles de la femineidad pervertida no es menos que un insulto a la pornografía, una desestimación al poder sexual, una cachetada a la impudicia, un efecto tardío de una cultura sedienta de censura porque en el fondo, en el fondo, mi amigos/as, no se engañen: esconde más de lo que muestra.

Escribe la Porota
Axe para principiantes: la Porota lo explica.

Los hombres, en su infancia, reciben autos, pelotas, martillos y ellos golpean, se arrastran, corren, mueven sus músculos. Durante su niñez, en cambio, las mujeres reciben muñecas, platos, peines, pulseras; ¿qué se hace con esto?: mirar a quien esté delante y empezar a elucubrar. La única manera de sacarle diversión a esos objetos que hacen nada es la pura elucubración.

Los varones pueden pasar horas jugando y sólo pronunciar onomatopeyas. Las nenas no pueden estar mirando sus muñecas o moviéndolas en péndulo de un lado a otro. Si no es por el lenguaje esos juguetes no hacen nada. No son. A las nenas no les queda más que hablarles a sus muñecas, invitar a tomar el té a las muñecas de su hermana, darles clases frente al pizarrón, o, en su defecto, llevarlas a la escuela de otra maestra, con la que conversarán acerca del mal comportamiento de su hija de plástico.

(Mi primo atacaba a los indios con un arco y giraba en la tierra para evadir los flechazos. Yo le explicaba a mi hija por qué había que abrigarse).

Las mujeres llegan a punto caramelo a las publicidades femeninas. Sin haberlo solicitado, tienen el poder de la elucubración. Hace falta muy poco para que, de la mano del publicista invisible que las guía, sigan el caminito de miga de pan que las lleva a conclusiones devastadoras acerca de su lugar en el mundo, de su razón de ser como objetos deseables que esperan ser elegidas por un hombre. Sólo el pelo brillante de Penélope Cruz les desordena la mente en instantes. Eso nada más: una mujer en primer plano y dos o tres frases retorcidas y ambiguas (“Dejá que la vida te despeine” ¿?) son disparadores de infinitas elucubraciones terribles.

Al hombre, los productos de belleza lo agarran sin training. Hasta el momento, no era público que el mercado quisiera para consumir un gel de baño. Para venderle, a este sujeto mal entrenado para la elucubración hay que mostrarle la imagen nítida de un pibe siendo bañado por mujeres que lo toquetean (un pibe que no es bello como Penélope Cruz, porque, en el imaginario social, para el hombre ser deseado no es consecuencia de ser deseable). Pero eso no alcanza, eso es lo maravilloso. Al sujeto masculino hay que hacerle un atajo más importante todavía, aplastarle la nariz contra el vidrio de lo concreto: entonces se le muestra que, cuando camine por el microcentro, Claudia Albertario le frotará el abdomen con una esponja llena de espuma (no logro decidir cuál de los dos es el más degradado). O se le ofrece un concurso, para que duerma con el sueño de despertar un día y que varias mujeres lo estén esperando, sin conocerlo pero ya ardientes, para meterlo en la bañera.

Por qué la mitad de las mujeres de habla hispana gusta fervorosamente de la música de Sabina

Escribe la Tota
Sabina cuando canta parece un auto que quiere arrancar, de hecho, lo logra y ahí nomás, apenas segunditos de haber empezado, ya se le vuelve a ir… lo pierde, lo vuelve a intentar. Así sucesivas frustraciones de cantar de corrido, el hombre parece que no tiene oxígeno o como si al contrario lo tiene, pero no lo quiere gastar para algo tan vano. Vano quizá porque esta vez no canta para las radios de esa ciudad que dice amar; no, esta vez no resuena en un bar mugriento y desabrido de San Telmo. No, hoy Sabina canta en el sur y debe de creer el pobre que nadie puede oírlo.

Es así como lejos de casa, desde el Bolsón en este caso, uno le encuentra a lo ya conocido un aspecto nuevo, mejor, da en la clave, le saca la ficha. Ese cantor español, que parece encantar a las mujeres de todo el mundo hispano, me ha resonado hoy, en la confitería desde la que escribo cuyo escenario está montado entre tanto emperifolle “rústico”, sureño, impostado y artificial –como si los decoradores hubiesen sido los mismísimos hermanos Grimm aconsejados por sus propios personajes–, una tendenciosa inclinación a los viejos tiempos, un malestar de algo pasado que prefiero superar.

Ojo, la gente que entra al lugar no advierte todo esto, edifica situaciones ridículas: una pareja de hippies toma cerveza con cositas dulces que no logro descifrar y extraen de una canastita diminuta. Todos los pelos posibles de ambos cuerpos parecen haber crecido sin más, calzados de ropa de algodón usada y descolorida, se hablan no con amor, con fraternidad y comprensión, sentimientos superiores, claro está. Este lugar es ridículo. ¿Esta gente vive así todo el año?

Y sigue, sigue como sonido que no solo entra por los oídos sino también por el pecho: el parloteo zezeoso de metáforas a medio camino. Y no hay caso me hace ver el lugar y sus personajes desde la óptica del malestar que esta música me provoca.

Escribe la Porota
Bueno, digamos que ése era un curso para el cual yo no estaba del todo preparada, pero necesitaban un profesor entonces me postulé, y ahí empieza un poco lo que quiero contar. Un grupo de alumnas cuarentonas, amas de casa, algo aburridas y a la vez tan entusiastas en su aburrimiento, felices de encontrarse y sonreírse los lunes por la mañana para presentarse en un aula a la que yo concurría cansada, fastidiosa de haber madrugado, de haber tomado uno de los primeros trenes, de haber presentido durante el viaje las preguntas que nunca me harían pero que yo no sabría responder.

Pero me estoy alejando de mi objetivo principal: Joaquín Sabina. Pero antes, no, antes ella. Llamémosla Silvia. Silvia, que llegaba primero, que tenía dos hijos adolescentes, que usaba sweters a rombos y pantalones de otra época, que tenía el pelo con un enrulado químico y unas mechas de rubio ceniza desperdigadas sin acierto. Silvia, que llegaba al curso con la tarea hecha, y sacaba los apuntes de su cartera como si, en ese momento, sus manos, su espalda erguida, su nariz orgullosa hubieran sido poseídas por el espíritu de una colegiala aplicada; Silvia, que se iba apurada a cocinar el almuerzo, que recomendaba juegos de ingenio a sus compañeras, que escuchaba con atención cada palabra mía. Es todo lo que puedo describir de Silvia. O hasta donde quiero describir.

Resulta que una de las actividades tenía que ver con escuchar fragmentos de canciones, de música clásica, sonidos . Y una de estas piezas pertenecía a una canción de Sabina. “Y en otros ojos me olvidé de tu mirada/ y en otros labios despisté a la madrugada/ y en otro pelo me curé del desconsuelo/ que empapaba tu almohada…”. Lápiz en mano, Silvia tildó una a una todas sus respuestas, feliz de que estuvieran correctas, como era de esperar (por ella, por mí, por las demás). Pero varios renglones estaban en blanco. Y cuando hablamos de Sabina, Silvia no respondió. Solamente dijo una frase, con gesto de aversión; solamente dijo que Sabina no le gustaba y, por lo tanto, no había escuchado nada. Silvia, simplemente, había elegido no oír. Y no hablo de no responder las preguntas: había elegido no permitir que su mente decodificara eso que sonaba en el aire. Había usado su voluntad para reemplazar, con un zumbido, ese otro zumbido ante el que no quería estar presente: la perturbadora voz de Joaquín Sabina burlándose de su anillo de matrimonio, de sus dos hijos, de sus cuarenta años trabajosamente llevados, de su rutina, de sus juegos de ingenio.

Conozco personas que eligen a Sabina como tema para entrar en sus bodas o para dedicar a sus enamorados, por ejemplo. Como si un estribillo meloso pudiera reemplazar los mensajes del resto de sus versos. Porque si uno ha escuchado a Sabina y supone identificarse con sus letras, tal vez debería evitar llegar ante un altar, o tal vez hasta debería evitar enamorarse. Me pregunto entonces si la gente entiende bien a Sabina. Tan bien como Silvia, digo.

Escribe The Great Tot
Cuando me “contrataron” para escribir estas líneas me dieron sólo dos directivas: tenía que escribir algo sobre Sabina y tenía total libertad para encarar el tema como quisiera. Honestamente no sé un pito de Sabina (no confundir con “Sabrina, la bruja adolescente”, error que me costó tener que reescribir todo), pero estuve investigando en Interné (así se pronuncia en mi barrio –y en Francia– la palabra Internet; la regla se aplica a todas aquellas palabras terminadas en “et”, como ser ferné, vidé y vascolé) y allí descubrí varias cosas interesantes (o no).

Primero quisiera agradecer a Google ya que sin su existencia los periodistas, escritores, estudiantes y los que buscamos pornografía tendríamos… tendrían que levantar el culo de la silla y consultar libros o llamar por teléfono o –Dios no lo permita– movilizarse hacia algún lugar para conseguir la información que necesitamos (por ejemplo ir al kiosco de diarios de la vuelta de mi casa a comprar la Playboy de marzo con fotos de María Eugenia Ritó en bolas… mmm… ir a cualquier kiosco a comprar el diario).

Ahora vayamos a lo importante. Joaquín Sabina. ¿Es importante? Yo creo que no, es un viejo borracho y fumador, con una voz digna de un cantante de Trash Rock pero que canta mariconadas sobre la vida y el amor. Cuando consulté a mi jefa sobre la relevancia de este personaje no pudo darme una respuesta convincente: “hace dos días que no parás de quejarte. Vos no elegís los temas del blog, se escribe sobre Sabina y no sobre la Ritó. Largá esa revista y empezá a escribir”. Resignado, comencé a investigar a este sujeto.

Joaquín Ramón Martínez Sabina. Nacido el 12 de febrero de 1949, en Úbeda, España. Cantautor. ME
ABURROOOO. Estoy casi convencido de que este ¿artículo? que estoy escribiendo no será revisado por mi jefa antes de subirlo al blog, entonces…

María Eugenia Ritó, nacida el 1 de enero de 1978, en el barrio de Flores, Buenos Aires, Argentina. Bailarina, vedette y actriz. Se destaca en el género "Teatro de Revista" y es poseedora de unos glúteos hermosos. Es una lástima que no pueda incluir ninguna foto.