Escribe la Tota
Con la única posible excusa de confirmar la hora, despliega el celular mientras comparte el asiento con otro para poner en escena, en una inclinación que confirma que la pantalla grita ser observada, que ha sido retratado con alguien más: dos rostros cuya unión es el mero marco del retrato, o la triste necesidad de tener a quién mostrar. La tenencia de una identidad ajena y la asimilación posesiva, prueba que advierte la anulación de esa malquerida, hollada como ninguna otra condición, criticada y eternamente mal usada soledad.
Protectores de pantalla, fondos de escritorio, anillos y cadenitas, rezar frases en los espacios virtuales, frases de una insuperable estupidez que llaman a ese otro, lo idolatran, lo enaltecen. Fotos de rostros con afectada calidez que pegan sus mejillas haciendo evidente la compatibilidad, no sé, ¿física? Abrazos no compartidos que solo buscan encuadrar en el registro de la cámara, poses consabidas, canciones malas, muy malas. Labios encumbrados de besos sin estética, días de los enamorados con todo su devenir, fotos y más fotos, regalos, uff pasacalles, tarjetas, llavero-portaretratos (tan horribles como la palabra que forma), dedicatorias, mensajes, correos, ¿tatuajes? ¿Cómo alguien puede…? En fin, referencias, señales, signos. El nombre del otro como un estandarte de pacificación: aquí ya hemos encontrado el amor. Huellas de un camino andado en compañía que nos es imposible guardar para nosotros mismos: debemos promocionar, vender, exponer como vidriera en una sociedad de otros miles de juntados que no hacen sino reproducir el mismo mecanismo.
Pero a veces ocurre que la soledad se vuelve atractiva… muestra su lado más llamativo, endulza con su siempre a la mano originalidad y excepción el oído cansado de lo conocido y diario y resulta, así, brillante, mirífica, cegadora. Nos da la mano mientras nos obliga con la otra a guardar todo en el cajón, apresuradamente, evitando dejar evidencias como un diseñador frente a su colección inédita antes de salir a la pasarela, como las escrituras creativas de un pasado romántico, como las canciones que componemos a escondidas, como el pijama gastado que no queremos tirar, como los celos de guardar un vestido de una mirada adelantada y una salsa esforzada de un posible e inquieto probador con pan en la mano. Algo que es preferible ocultar, algo que distorsionaría la mirada, algo que cambiaría el sentido, aquello que queremos encubrir frente a todos. Ya no pareciera enorgullecernos, se ha vuelto la mugre debajo de la cama.
Estado, condición, situación. No hay duda, mis preciados lectores, la vida es un constante abrir y cerrar telones, como directores de nuestra propia obra que debe hacer relucir una vida común y entonces logra en ese parpadeo, ese está y no está (como la angustia y consecuente sonrisa de los bebés frente al juego siniestro de esconder el rostro para simular una fugaz ausencia), la magia de sentirnos únicos. Idiotas. Como si pudiéramos serlo.
Escribe The Great Tot
Acerca su rostro todo lo posible a esa mejilla rozagante y lozana, cuenta hasta 3, esboza una sonrisa y trata de contener el inevitable e involuntario parpadeo producido por la cegadora luz. Por un instante son la pareja perfecta y feliz. Por un instante son una pareja. Él intenta conseguir el número del celular de la chica, ella elude la situación como con una gambeta maradoniana.
Ante la cortés, y hasta por momentos infantil, insistencia del muchacho, ella cede al pedido y él anota el preciado número en su celular. El horror se apodera del joven. Al guardar el número en su móvil se percata que no recuerda el nombre de la chica. Los 4 segundos más lentos de su vida transcurren en ese momento. ¿Cómo se llama? Mariana… Marianela… ¡Mariela! ¡Se llama Mariela! No, no es Mariela. ¿Quién carajo se llama Mariela hoy en día? No sabe su nombre. ¿Cuando se saludaron le dijo su nombre? No, ni a palos. ¿O sí? Preguntarle cómo se llama, luego de 20 minutos de tiroteo, alcohol y fotos, puede ser poco feliz.
Ella se aleja con sus amigas, sonriente como quien acaba de aprobar el último examen de la carrera. Él la mira embobado, con los mismos ojos que de chico scaneaban la vidriera de la juguetería la semana previa al día del niño. Es ahora o nunca. Se decide a preguntar su nombre o a morir en la ignorancia. El tiempo vuelve a detenerse, mientras nuestro joven amigo evalúa sus opciones. ¿Es tan importante el nombre? Seguro que se puede pilotear la situación hasta que el nombre salga por sí solo en algún momento. El horror lo vuelve a abordar cuando recuerda aquel legendario capítulo de Seinfeld (¿Cuál de ellos no lo es?) en el que Jerry se encontraba en la misma situación y nunca logró descubrir el nombre de la chica.
Mientras miles de posibles escenarios surcan su mente, ella se alejó sólo unos pasos. Todavía no se fue. Aún hay esperanza, se dice. ¿Sus amigos, “los pibes”, estarán en la misma situación? Después de todo, el escenario fue el mismo para todos. Sábado a la noche. 2 AM (técnicamente ya es Domingo, pero no jodan). Los pibes en la esquina tomando unos tragos, lo previo a ir “por ahí” a bolichear. De pronto aparecen ellas, cruzando la calle. Un grupo de amigas de notable actitud y belleza. El nivel de alcohol y la impunidad que siente todo hombre cuando está en grupo con sus pares posibilitan que uno de ellos se acerque a las chicas a decirles algo. La experiencia dicta que en el 99% de los casos las señoritas siguen caminando, ya sea ofendidas o halagadas, pero no interesadas. En esta oportunidad ellas pararon. Espontáneamente, casi como guionado, las parejas se fueron armando. El alcohol fluía. De pronto apareció una cámara digital y todos posaron. Otra moda juvenil que nunca entenderé. ¿Quién corno anda por la vida con una cámara encima? Luego de un rato una de ellas dijo la tan temida palabra: ¿Vamos? Las demás se despidieron e iniciaron la marcha.
Nuestro héroe, quien hasta hace minutos siempre fue un pobre perdedor, ya había agotado todas las opciones. Acelera el paso hasta transformarlo en lo que se conoce como “un pique” y alcanza a la chica. Decidido a preguntarle su nombre aunque eso signifique perder para siempre la mínima posibilidad lograda hace minutos. Un enérgico “¡Disculpá!” sale de su garganta. Sólo ella se detiene. Él se acerca y comienza a divagar mientras busca la forma de preguntar lo impreguntable. Cuando está por pronunciar las temidas palabras una de las chicas le grita: “¡Marina. Vamos que nos esperan!”. Todos los colores vuelven a la antes pálida cara del muchacho, quien se limita a decir: “Bueno… te llamo”. Ella sonríe y se aleja. Él la observa obnubilado y piensa que si ella volteara para verlo, aunque fuera por un segundo, él habrá ganado esta batalla. Pero ella nunca lo hizo y se fue alejando cada vez más, hasta que se perdió de vista.
Nuestro amigo toma su celular y, ahora que tiene el nombre, agenda el tan preciado número. Pero algo hace eco en su mente. Ella no giró para mirarlo. Lo que para cualquier persona normal pasaría inadvertido, para el ojo de este valiente guerrero, forjado en miles de humillantes derrotas, era una señal de que algo andaba mal. Asaltado por la paranoia o bendecido con un sexto sentido sobrehumano, decide llamarla en ese mismo momento. La horrible sensación se multiplica mil veces cuando un tal Raúl, que no tiene idea de quién es Marina, atiende la llamada.
Nuestro perdedor (para mí siempre lo fue, aunque muchos lo calificaron de héroe en algún momento…) había sido engañado. Devastado, regresa con sus amigos y les comenta lo sucedido. Las burlas de los pibes no se hacen esperar pero cesan abruptamente cuando todos empiezan a dudar de los números que consiguieron. Unas llamadas confirman que todos fueron engañados.
El lunes por la mañana, nuestro protagonista pone la foto que se sacó con Marina como la imagen para mostrar del Messenger y les dice a sus compañeros del trabajo que es “la mina que se está comiendo”, recibiendo elogios varios. Un groso.
“Si la vida te da limones… hacé limonada”
Escribe la Porota
"—Parece que es usted quien hace todas las preguntas—dijo ella—. Y usted, ¿está casado?
—No, Kokua, desde luego que no—replicó Keawe—, y nunca he pensado en casarme hasta este momento. Pero voy a decirte la verdad. Te he encontrado aquí junto al camino y al ver tus ojos que son como estrellas mi corazón se ha ido tras de ti tan veloz como un pájaro. De manera que si ahora no quieres saber nada de mí, dilo, y me iré a mi casa; pero si no te parezco peor que cualquier otro joven, dilo también, y me desviaré para pasar la noche en casa de tu padre y mañana hablaré con él".
Robert Louis Stevenson. El diablo de la botella.
“Yo con vos me caso, mamita”- grita un pibe por la calle, un Keawe de nuestro siglo. En ese piropo tan repetido, leo, hoy, las mismas cosas que en un texto de Stevenson del 1800.
Como se ocupa muy bien de aclarar, Keawe no ha venido por la vida pensado en su estado civil; porta la libertad que le otorga su género, la de pensar en otro universo de cosas, un universo independiente de lo sentimental. Sin embargo, de repente, dobla la esquina y se deslumbra, y elige con el dedo a una mujer desconocida, idealizada e irreal. La señala y supone que el hecho de pedir su mano es, en sí mismo, un acontecimiento, un cierre, el final feliz de algo que, ni siquiera, ha comenzado. Nuestra cultura se atiborra de relatos en donde la felicidad se materializa en el momento en que una boda se celebra, y a partir de ahí ya no parece haber nada más que contar.
No es atractivo estar casado. Es atractivo casarse. Un casamiento parece ser siempre un momento fugaz que sólo puede ser pensado a futuro: “me voy a casar” “nos vamos a casar” “se casará fulano”. A lo sumo, una vez realizado, será sólo noticia para rezagados: “¿te enteraste de que se casó tal?”, “no sabés, me contaron que se casó X”. Lo que parece importar es el evento puntual. Eso es lo que llama la atención: el aparente festejo de algo a futuro, que se diluye en el momento en que se consuma. La novia sólo se casa una noche y su vestido se guarda para siempre en las profundidades de un baúl. Minutos después, las mujeres casadas son las que dejan de existir, son las que compran jabón en polvo y dan yogures a sus hijitos con caras bobas y mansas.
A pasos de cambiar mi propio estado civil, no deja de sorprenderme la cantidad de veces que me preguntan acerca de la propuesta matrimonial: cómo fue, en qué contexto, si fui tomada por sorpresa (¡!). En cada uno de quienes indagan, parece permanecer la idea de un hombre que decide y otorga felicidad a una elegida, un hombre que, de un momento a otro, toma la decisión improvisada y arbitraria de dar el gran paso, el del final feliz. Como si un matrimonio no fuera un proyecto de vida en pareja que se construye –antes y después- sino la materialización de una pregunta que pudo no haber sido hecha jamás. Por su lado, la mujer, parece ser sólo una Penélope ansiosa, agazapada, que permanece a la espera de esa pregunta que, para su género, es signo de la mayor realización a la que se puede aspirar. A partir del instante en que la oye, la mujer comenzará a confeccionar el vestido blanco que ha soñado y diseñado desde la cuna, a medirse el talle y a buscar telas bordadas. Keawe, por supuesto, alquilará a último momento cualquier traje; luego alguien le hará el favor de llevárselo a la tintorería y pasar a devolverlo; en su universo masculino, urge volver a pensar en otras cosas importantes.